Mayo 2023
Trolltind (Pico del Troll) - Møre og Romsdal, Noruega. 2015
Gelatina de plata · Edición limitada a 30 copias de 26x26 cm.
"Haced un poco más de esa obra que, en alguna ocasión, habéis confesado que es buena, aquella que creéis que os exigen la sociedad y vuestro más justo entendimiento. Haced lo que os reprobáis por no hacer. Sabed que no estáis satisfechos ni insatisfechos con vosotros mismos sin motivo. Os lo digo, a vosotros y a mí mismo, en un instante: cultivad el árbol que hayáis visto dar fruto en vuestro suelo."
Henry David Thoreau
Diarios, después del 29 de julio de 1850
¿Hasta qué punto conocemos los límites de nuestra libertad? ¿Es el arte el resultado de una acción puramente libre, o surge de la necesidad irrefrenable de la expresión? ¿Son las inquietudes creativas un pasaporte hacia la libertad, o quizás son las cadenas que nos arrastran al sacrificio de la autorrealización?
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Noruega, agosto de 2015.
Mónica y yo comenzamos a caminar desde primera hora de la mañana. Por delante teníamos aún más de ocho kilómetros y 1.150 metros de desnivel hasta la cima. Por suerte, el suave verano noruego nos ofrecía un cielo encapotado y con una leve probabilidad de lluvia. Nunca he soportado el sol de verano, especialmente cuando te castiga contra la áspera roca de la montaña. La aproximación se presentaba dura, pero al menos las condiciones eran favorables.
El día anterior nos acercamos en coche a la imponente cara este. Desde el centro de visitantes podíamos observar llenos de admiración los 1.100 m de pared vertical de Trollveggen. El acantilado de montaña más alto de Europa ha sido desde hace décadas el sueño de incontables escaladores y saltadores base, y también su final. Desde 1966 han perdido la vida 21 personas en la imponente Pared del Troll. Aunque este dato pueda ser totalmente disuasorio para la mayoría de humanos, para los amantes de la montaña no es sino un aliciente, un riesgo asumible para el éxito de la aventura.
Había visto cientos de imágenes de Trollveggen, pero todas tenían una cosa en común: Siempre se había fotografiado la pared desde su cara este. Desde mi punto de vista, esta perspectiva no ofrecía una visión real de lo que aquella inmensa pared de roca me transmitía. El aparcamiento del centro de visitantes era indudablemente el lugar más accesible desde el que fotografiarlo, razón por la cual la mayoría de fotografías se habían tomado desde allí. Necesitaba otra perspectiva para fotografiarlo, y el único lugar desde el que jamás encontré imágenes era desde el propio pico que coronaba la gran pared: Trolltind, el Pico del Troll.
Volviendo al día de la ascensión, Mónica y yo nos encontrábamos caminando por el sendero, dirección a una pradera elevada desde la que podríamos hacer la primera parada para descansar. Fotográficamente, aún dudaba sin tan siquiera podría encuadrar la pared, o parte de ella, desde las proximidades de la cima. En el peor de los casos, aún nos quedaría una ruta de alta montaña en uno de los parajes más bonitos que recuerdo.
Tras atravesar la pradera, iniciábamos el recorrido por alta montaña. Justo al comenzar a caminar entre las rocas, un alpinista que bajaba nos miró sonriendo y al cruzarse con nosotros nos dijo:
- “Do you like rocks?” (¿Os gustan las rocas?).
En ese momento no alcancé a entender qué quería decir, hasta unos minutos después… Nos esperaban varios kilómetros y al menos dos o tres horas de camino pedregoso, sin senderos, sin caminos, solo rocas, tan solo malditas rocas sueltas. En cada paso que dábamos, apoyábamos el pie en una piedra que, casi siempre, tendía a girarse bajo nuestro peso y a desestabilizarnos, con el gran riesgo de provocarnos una lesión. Sólo había dos maneras de salir de allí: Caminando o en helicóptero.
Es agotador que a cada paso haya un elemento que atente contra tu estabilidad. No creo recordar ninguna experiencia en montaña en la que haya sufrido de forma semejante. La concentración necesaria para evitar una caída o una torcedura de tobillo era tal que, cada pocas decenas de metros, teníamos que parar a descansar física y mentalmente.
En aquel momento me planteé abandonar todo. No solo la ruta hacia la cima, sino la razón que me había llevado hasta allí y hasta esa situación. Pensaba en aquellas personas cuya filosofía vital era complicarse la vida lo menos posible. Deseaba ser una de esas personas, y me prometí a mí mismo que tras esa experiencia, haría lo posible por convertirme en una de ellas. Pero antes, debía salir de allí.
Miré mi GPS y vi que estábamos a apenas un kilómetro del final del pedregal. Si volvíamos hacia atrás, todo el esfuerzo habría sido en vano a punto de alcanzar el objetivo. Sería como morir ahogados en la orilla tras nadar durante millas en un mar embravecido. Tras descansar un buen rato, seguimos avanzando. Al final del pedregal nos encontrábamos con el último tramo de ascensión hasta la cima, de algo más de un kilómetro, esta vez de roca compacta y con buen agarre.
En apenas veinte minutos estábamos arriba. Esta última parte fue como ascender una gran loma de roca, suave y redonda, y al llegar al borde, la impresión fue increíble. Un fuerte viento helado nos golpeaba en la cara desde el otro lado del inmenso cortado. De pronto la montaña desaparecía y la impresión al mirar hacia el valle, 1.100 metros más abajo, era terrible. El vértigo se apoderó de mí y a penas podía acercarme al borde, y me espantaba que Mónica se acercara también. En varias ocasiones le pedí por favor que se alejara de él cuando se asomaba para echar un vistazo.
Tras tranquilizarme, me di cuenta de que la luz estaba cambiando. El cielo gris y plomizo, el cual nos había acompañado toda la ascensión, comenzaba a abrirse levemente y a tamizar los rayos del sol. Era una luz dulce y delicada, muy poco habitual y menos a la hora en la que llegamos a la cima, algo más de la una del mediodía. Al mirar hacia el borde del cortado, visualicé la imagen. Rápidamente en mi cabeza apareció el encuadre, perpendicular al precipicio y dando protagonismo a la cima del pico.
Desplegué el trípode y coloqué mi Hasselblad sobre él. Para encuadrar la escena necesitaba un angular, así que coloqué mi Zeiss Distagon 50 mm CF FLE, un objetivo con un elemento flotante y dos anillos de enfoque. Esto me permitió enfocar desde las rocas en primer plano, a apenas metro y medio de la cámara, hasta el infinito, con una nitidez excepcional. Medí la luz con el fotómetro e hice varias exposiciones, colocando un filtro rojo que diera dramatismo al cielo. La escena mostraba la majestuosa cima del pico, rota, cortada, asomándose al borde de un precipicio sin fin.
En ese momento nada podía compararse a la emoción de capturar aquella imagen. Cada maldita piedra del camino había merecido la pena por tan solo esa fotografía.
De regreso al coche pensé de nuevo en esas personas cuya filosofía vital es la de no complicarse la vida. ¿Acaso yo era libre de elegir ser una de ellas? De todas formas, tras la experiencia, tampoco quería serlo, o tal vez jamás tuve la libertad de poderlo elegir.
Quizás la libertad del hombre resida en ser esclavo de sus inquietudes.
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